jueves, 22 de febrero de 2018

Pompeya

   
    Era un día de primavera: el sol de lo más esplendido y el cielo despejado. La viajera había callejeado por la Toscana y Roma. En su tercer día en el país del arte, el viaje continúa con la llegada al puerto de Nápoles. Desde allí, a unos 28 Km., aguarda la ciudad resucitada. El alemán Goethe, en 1786, en su Viaje a Italia, escribe: “desde que el mundo es mundo siempre ha habido desgracias y catástrofes, pero pocas que hayan cautivado a la humanidad como la sucedida en esa ciudad. No se me ocurre ninguna otra que haya suscitado tanto interés." La erupción volcánica del Vesubio en el 79 a.C. destruyó la ciudad de Pompeya y la convirtió rápidamente en un cementerio. Benito Pérez Galdós, en 1888, en De vuelta de Italia, escribe: “No hay otro ejemplo en el mundo de ciudad que pueda admirarse completa en su traza y configuración primitivas. La muerte y sepultura la preservaron de las modificaciones que el tiempo habría hecho en ella. Es una verdadera resurrección de lo antiguo, guardado intacto por la madre tierra, sin que la mano humana lo haya podido desvirtuar. Es como un libro viejo que viene a nuestras manos después de siglos de olvido, revelándonos el espíritu que lo inspiró y la mano que lo compuso”.


     La vista de la viajera, mientras pasea por las calles empedradas con grandes losas irregulares, es atraída por la altura de las aceras que defendían al peatón de los veloces carros. En las encrucijadas, de una acera a otra, hay bloques de piedra en fila, por los cuales cruzaban los pompeyanos, y se pregunta: ¿Son los pasos de peatones en la Antigua Roma? A lo largo de estas calzadas pompeyanas son numerosas las fuentes públicas. Además, hay teatros, templos, panaderías, tabernas y otros edificios públicos. “Es como viajar a través del tiempo”, piensa la viajera y se recrea con lo que allí hay para deleitarse.



     Las tabernas pompeyanas aún conservan los mostradores de mármol con los orificios para las ánforas donde se guardaban los alimentos. Cuentan que como la mayoría de las viviendas de la ciudad no tenían cocina, comer fuera de casa era habitual. Además, la comida en estos establecimientos al ser muy barata estaba al alcance de todos.



    A la viajera le llama la atención los falos cuya punta indica la dirección que se debe tomar para encontrar el lupanar. Al entrar ve camas hechas de ladrillos pegadas a la pared y escenas eróticas pintadas en la parte superior de las puertas de las pequeñas habitaciones. Cuentan que los frescos mostraban las especialidades de sus usuarias.


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