La viajera en Pompeya contempla el famoso mosaico de Alejandro Mango en la Casa del Fauno; y observa que las casas de la ciudad resucitada no tienen ventanas ni balcones y que los techos de todas las casas han desaparecido. Es, como escribió Benito Pérez Galdós, una ciudad destapada y parece que algún demonio le ha levantado de una vez y en un solo movimiento todos los techos, a fin de que se vea bien lo que dentro hay.
La distribución interior es similar en todas las casas. En su forma más sencilla, se accede por el vestíbulo. Pasada la puerta se llega al atrio, el patio, que estaba techado excepto la parte central para recoger las aguas de la lluvia en un estanque. En torno al atrio están las habitaciones (dormitorios, comedor, cocina, baños y demás dependencias) y al fondo del mismo el tablinum, el despacho donde el dueño de la casa recibía a los clientes. En las casas más nobles, detrás del tablinum se situaba un patio porticado (peristilum): patio abierto a un jardín o pequeño huerto que también tenía otras estancias privadas a su alrededor.
Lo más sobresaliente de estas casas son los frescos decorativos. Por Pompeya conocemos la pintura antigua. Estos tesoros los guarda hoy el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Vicente Blasco Ibáñez, en 1896, En el país del arte (tres meses en Italia), escribe: “La casa de cada ciudadano era un paraíso, hermoseado por el arte, dentro del cual todo estaba previsto. En pie están la mayoría de ellas, y el visitante siente deseos de ser millonario para reconstruir una de dichas casas y acabar sus días bajo su techo, bebiendo el vino en copas de oro, entre las melodías de las desnudas flautistas griegas, como un ciudadano de los tiempos de Augusto”.
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